Error Humano
“Lloraría todas mis penas bajo el árbol de mis sueños”
El muchacho se había quedado dormido debajo de la mesa del comedor, viendo televisión. Ocurría seguido, pero esta vez Morfeo cumplió su cometido más temprano de lo normal. Su padre lo vio ahí tirado en el piso y se enterneció con la imagen. Sin que éste despertara, lo tomó en brazos y se lo llevó del comedor. Mañana era día de colegio y trabajo para cada uno respectivamente y ambos estaban ya cansados del día rutinario que habían vivido. Un buen dormir, asegura un buen rendimiento el día siguiente, o por lo menos eso es lo que se cree.
Empezó a subir la escalera de la casa, para poder llegar al segundo piso y así, llegar al dormitorio del muchacho y dejarlo dormir. El primer peldaño costó. El padre ya tenía sus años de vida y, a esas alturas, no podía hacer grandes esfuerzos como lo hacía antes, pero eso no le importaba ya que le importaba más el bienestar de su hijo. El segundo fue algo menos que el primero y el tercero algo menos que el segundo. Nueve escalones hasta llegar al descanso que dividía la escalera en dos. Ambas partes contrariadas. Una en dirección al norte y otra al sur. La escalera era de madera y a cada paso que daba la madera, crujía dando la impresión de que iba a ceder ante el peso de ambas personas, pero no. Aquellos escalones perdidos en el tiempo insensible eran fuertes. Nunca habían cedido ante el peso que los torturaba. Todo aquél que pasó por sobre ellos, se sentía seguro. El crujir era sólo el lamento del tiempo que dejaba rastros notorios sobre esos fieles escalones.
Tuvo el mayor cuidado para evitar que los pies, incluso la cabeza del muchacho, rozaran con las paredes que acompañaban a la vieja escalera, evitando la motivación de interrumpir el trabajo del dios del sueño. Llegó al descanso. Sólo faltaba el trecho que iba hacia el sur. Hizo un suspiro profundo, miró como aquella escalera que tanto amaba le hacía la vida difícil y levantó la pierna. El primer escalón fue el más difícil de todos. El segundo menos que el primero y el tercero menos que el segundo. El cuarto fue fácil. El quinto sólo un respiro, pero Morfeo tenía algo para el muchacho. El sueño que pregona esta divinidad omnipresente en el inconsciente humano no tuvo piedad con ellos.
De un momento a otro, en sólo segundos, el sueño embargó al padre. Pestañeó rápidamente por la acción de este frío e ilógico dios, dando un paso en falso. El ingrato e insensato muchacho jamás tuvo en su mente una situación así, ya que Morfeo tenía un plan muy bien hecho, distrayéndolo en la inconsciencia absoluta.
El escalón crujió como de costumbre, pero esta vez con un resultado fuera de este tiempo. El muchacho en brazos y su progenitor desaparecieron de este mundo por un segundo. El equilibrio que el padre tan bien había manejado hace un rato mientras comenzaba la travesía, desapareció. Sintió como él y aquel ser que llevaba en sus brazos se dirigía al vacío, y no hay nada peor que dirigirse al vacío de espalda. El ser consciente se apoderó del padre y lo único que pudo hacer en ese momento fue abrazar fuertemente a su hijo y dejarse llevar por la gravedad. Morfeo en silencio observaba la escena desde el inconsciente del hijo.
El primer golpe fue seco. El muchacho logró despertar, pero lo único que escuchaba era los golpes de la caída y lo único que veía eran sombras extrañas que se contraponían con la ampolleta que iluminaba la escalera. La gravedad no tuvo piedad con ellos. El hijo dejó de ser ingrato, obteniendo la escalera esta característica humana. El descanso no pudo detener la tortuosa caída. Cayeron por la parte que iba hacia el norte, pero la gravedad los llevó hacia el sur. La escalera ingrata sólo sintió como ellos, padre e hijo, pasaban velozmente sobre ella. Todos los escalones crujieron al pasar. El muchacho jamás se enteró si el padre tuvo la misma percepción de sombras y luces al caer. Los golpes que daban eran de ultratumba, pero en el instante mismo no había dolor alguno. El hijo aún estaba cegado por la acción de Morfeo y más todavía con la sinfonía de golpes y luces que estaba viviendo.
Por fin el suelo firme. El suelo frío y rojo tuvo una lealtad mayor que aquel dios y aquellas escaleras, deteniendo la caída. Ambos cuerpos, el del muchacho, pequeño y frágil ante la situación, y el del padre, grande y frágil también, se encontraron juntos en el piso. Silencio hubo. El ruido que generó la situación fue espantoso.
Después se escucharon los pasos desesperados de la madre y esposa a la vez queriendo saber qué pasó. La escena fue horrible. Los dos seres que más amaba en el mundo, tirados en el suelo, como si quien tirara alguien la basura en el piso. Sólo una idea había pasado por la mente de ella y es que su esposo haya quedado inválido.
La situación, afortunadamente, dejó en el muchacho una herida en la boca de por vida y en el padre sólo dolores que desaparecerían con el tiempo.
Se buscaron culpables. Morfeo, las escaleras y la gravedad guardaron silencio.
No había sido culpa de nadie.
Sólo se supo después, que fue un error humano.
Dedicado a aquella persona que no somos capaces de comprender, pero sí de querer.
Autor: Gonzalo Maruri Velásquez.
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