El Mar De La Felicidad
Se levantó desde el fondo de esa goleta. Inclusive ese nombre era gigantesco para describir el lugar desde donde este señor de mediana edad, un tanto rubicundo, con el bigote desaliñado y con el cabello desordenado después de tan grande tormenta que tuvo que sortear para sobrevivir. Afirmado por los bordes de la canoa y bien aferrado a un remo vio como uno a uno iban desapareciendo sus compañeros de faena, devorados por el mar. Pero el no recordaba nada, tan sólo recordaba que se llamaba Lorenzo y que había nacido el 26 de diciembre, dos días después de que empezara la más grande guerra civil nunca antes vista por los habitantes de su país. Cuando asomó su cabeza desproporcionada por sobre el borde del bote encontró un abismo. Fuera de la canoa iluminada por la tenue luz de la luna y por la de un pequeño farol que quemaba la cera de alguna infortunada ballena, no había nada. No veía nada fuera de los confines de su territorio seco, pese a escuchar el metódico azote del agua contra el bote. Tampoco supo cual eral luna, había una encima de él y otra estaba a sus pies, pero el mar que surcaba era tan calmo que veía con más claridad y realismo la luna que se dibujaba debajo del barco que el que parecía navegar por el firmamento. Primero pensó que había muerto y estaba en el limbo. Después lo negó rotundamente para sí mismo. Tenía tantas cosas que hacer y decir por sí mismo y por los demás, pero ahora no se acordaba de qué cosas eran. Había perdido la memoria y con eso, también, su carácter. Su forma de ser había desaparecido en conjunto con las memorias de sus primeros amores de juventud. Pero no le intrigaba nada cómo recobrar su ser en comparación con saber dónde se encontraba. Era un lugar fantasmal, que pese a todo, le parecía familiar. No podía distinguir el mar del cielo, y tampoco sabía si había diferencia. Poco a poco sus ojos se encumbraron y vieron realmente cuan grande era la luna Lo iluminaba todo y todo lo dejaba con un vaho de misterio e incertidumbre. Abarcaba más espacio del que nunca Lorenzo imaginó que podía ocupar un astro. Era inmensa, colosal, tanto que es imposible plasmar esa aflicción que se siente en el pecho al verla. Sólo cuando uno ve semejante espectáculo puede entender y ver cuan extraordinaria es la creación. Y además tenía su símil bajo el bote. En algunos momentos parecía como si el bote viajara en un mar de plata. Pasaron los minutos, inclusive las horas y adheridos a ellas pasaban las diferentes ideas de que podía ser la realidad que parecía vivir. Pensó que en realidad esa no era su realidad sino la de su ser más interno, la expresión física que era realmente. Se convenció de eso y vio mejor a su alrededor. No había nada. Lloró como nunca lo había hecho de forma desesperada y penosa. Vio que dentro de él no había nada, que estaba vació y que sólo sobrevivía un pequeño pedacito de luz dentro de su corazón y la pequeña lámpara de aceite era la esperanza que quedaba de que su vida tuviera sentido.
Con toda la determinación que su viejo cuerpo pudo tener tomó la lámpara del asa y con movimientos juveniles se alzó sobre la barcaza e iluminó el mar. Algunas partes se volvieron más claras y vio a lo lejos, en las profundidades, a animales que volaban del otro lado del cristal. Con aletas surcaban el mar. De todos colores, empezaron a danzar al son de del farol. Saltaban alrededor del barquito, cada vez más alto. Verde, rojo, azul y de otros tantos miles de colores eran los plumajes de aquellos peces. Algunos saltaron tan alto que se esfumaban. Otros llegaban incluso más alto, hasta la luna, desde donde pedían a los vientos que los elevaran por los aires. Desaparecieron tantos en el aire que se empezó a formar unos hilitos de luces multicolores que dibujaban en el horizonte miles de figuras. Tantas fueron las bandadas, que formaron auroras boreales asombrosas, que hicieron de la noche dó por un instante. La gran mayoria de las auroras pasó a través del cristal hacia el otro lado e iluminaron toda la faz de la tierra de Lorenzo durante no tan sólo un instante, sino que por siempre. Era tanta la luminosidad que tuvo que cerrar los ojos por un momento. Cuando los volvió a abrir habían pasado 10 días del naufragio de su embarcación. La primera persona que vio fue a un borrachito que lo encontró en la playa. Se levanto Don Lorenzo y salió corriendo con un paso un tanto destartalado. El borrachito preguntó por qué tan apurado. Don Lorenzo dijo que porque tenía, todavía, que hacer feliz el mundo, su mundo.
Autor: Luis Navarro Gutiérrez
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