domingo, 17 de febrero de 2008

Historia 004: Entre 9 y 11

Entre 9 y 11

“El recuerdo nos hace débiles”


Las puertas de hierro del ascensor se abrieron. Elizabeth dimensionó nuevamente aquel frío pasillo que visitaba cinco días a la semana, trabajando de ocho de la mañana a ocho de la noche. Aquel pasillo tenía diez puertas a la derecha y diez a la izquierda y cada una de estás puertas llevaba a otro pasillo, en el cual, habían diez puertas a cada lado y cada puerta llevaba a una oficina. Las paredes estaban pintadas con un gris muy pálido. Plantas no había. Para qué ensuciar este deprimente espacio con algo tan alegre y vivo como un arbusto. El trabajo desmesurado era lo importante en aquellas oficinas, llenas de funcionarios incompetentes e inservibles. Todo esto debido a la exhaustiva y rutinaria vida que llevaban ahí. Incluso la dama negra, para ellos, era mejor que estar ahí detrás de aquel escritorio que en cualquier momento iba a ser ocupado por otros diez funcionarios más, cada uno reemplazando al anterior. Lo que no saben los nuevos es que es un suicidio silencioso.

Elizabeth estaba sola en el ascensor. Se apuró antes que éste cerrara las puertas de la libertad. Caminó y se detuvo en la última puerta, la número diez, a la derecha. La abrió y vio el otro pasillo. Nada de flores o plantas. Sólo trabajar. Nada nuevo había. Las puertas sólo eran blancas. Una tierna falsedad de la triste realidad que había en aquella oficina que escondían. Caminó. Iba a la altura de la puerta número nueve y sólo le faltaban diez pasos para llegar a la número diez, la de la izquierda, la cual era su oficina. Llegó enfrente de aquella blanca puerta diez que escondía su desgracia. Hizo un gran suspiro y la abrió.

Su oficina era de tres paredes sólidas, de concreto, y una pared era sólo ventanas. Las ventanas eran oscuras, para evitar que el sol terminara por matar alguien que estuviese dentro de la oficina. Aunque eso era mejor que estar trabajando ahí todos los días, morir.

Cerró la puerta tras de sí y se apoyó en ella. Miró su oficina. Miró el escritorio. Se dio cuenta que había unos papeles que ella no había dejado la noche anterior y un lapicero que le había hecho su hijo en la escuela. Miró la planta que ella misma había traído desde su casa. Estaba cerca de la pared de ventanas, en el rincón. Ella la trajo escondida. De hecho en el piso que trabajaba nadie tenía una planta en su oficina. Sólo ella. La excepción. Vio además el vaso con agua, que ella siempre dejaba todas las noches para regar la planta, sobre la mesa. Lo tomó con cuidado y se acercó a la planta. La regó con tanto cariño, que la planta sintió toda aquella energía. Sus raíces danzaron en la oscuridad de la tierra de hoja.

La muchacha vio a través de la ventana. Vio ese gran espejo que había al lado del edificio donde trabajaba. Éste estaba desde que se construyó el edificio y viceversa. Miró atentamente, esperando algún saludo de alguien, pero no. Su esperanza era en vano. Nadie dejaba de trabajar. La esclavitud había vuelto, pero de una manera un poco más moderna. Se sentó en aquella incómoda silla de madera y tomó los papeles que había sobre el escritorio. Uno de ellos era un informe de contabilidad de diez páginas. Lo leyó rápidamente. Se percató que había unos sobres de correo en su escritorio. Eran diez. Los revisó unos por uno. Nueve eran respecto a su trabajo y uno era para ella. Su emoción fue tal, que ni siquiera leyó el remitente y la abrió.

En sólo diez líneas la esperanza de Elizabeth volvió. Era una carta del mejor amigo de ella en la secundaria, con el cual no había hablado hace más de diez años. Ellos se habían separado después de haber terminado la secundaria. De ahí en adelante se perdieron el rastro el uno al otro.


No habían pasado ni diez minutos desde que miró hacia fuera, cuando decidió mirar de nuevo. Y de nuevo la misma triste realidad. Nada. Nadie. Sola. Sola, disfrutando una vez en la vida lo que es en realidad la vida. Se levantó bruscamente. Miró su planta. La tomó del macetero. Estaba decidida. Decidida a ser otra. Años de desesperanza. Años de angustia. Para qué. La alegría de vivir dignamente se había apoderado de ella. Miró nuevamente hacia fuera, pero había algo distinto. Dos cuervos negros volaban hacia ella, uno más atrás que el otro.






El miedo brotó en todas partes, Elizabeth y todo desapreció. Algo de nunca olvidar.

















La fecha de esto: 11 de septiembre del 2001.



Autor: Gonzalo Maruri Velásquez.

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